Hambre y Cebolla
De todas las historias de confinados que me vienen a la cabeza en esta mañana de lluvia, hay una que nos toca muy cerca. Es la de todas aquellas personas que en el verano de 1936, fracasado el golpe de Estado en Madrid, y con la certeza de que la sublevación militar se iba a convertir en una guerra más larga, se refugiaron en las embajadas de la capital por temor a sufrir represalias. Y las que trataron de hacerlo tres años después, del bando contrario, y se encontraron con las delegaciones rodeadas por falangistas.
Era aquel Madrid de 1936 el de las primeras checas y los paseos de la Patrulla del Amanecer. El de las milicias armadas que actuaban al margen del Gobierno republicano y realizaban «sacas» en las cárceles; pero también el de los quintacolumnistas que disparaban desde las azoteas para sembrar el terror y preparar la entrada, que creían inminente, de los militares en la ciudad. Era el Madrid de la revolución a medias, de los palacios incautados y los negocios colectivizados. El Madrid asediado, por supuesto, que resistió a las tropas de Franco, a los primeros bombardeos, al hambre y al estraperlo.