A menudo no recuerdo dónde dejo el teléfono. Doy vueltas por todo el piso y no lo encuentro. Miro en la mesa de cristal de la cocina, allí poso siempre los periódicos en cuanto entro en casa, lo busco en la encimera, ocupada por la plancha de asar la carne y el pescado, dos botes de sacarina, la tabla de madera donde corto los tomates y un hervidor. Pero no lo veo.
Luego entro en el despacho, tanteo junto al teclado y la pantalla del ordenador, enciendo la luz y abro la tapa del viejo escritorio que me llevé del piso de mi novia antes de que lo tirara, pero allí solo hay libros de Nueva York.
Al final me doy cuenta de que es una auténtica tontería lo que acabo de hacer. Solo llevo cinco minutos en casa y si de algo me acuerdo es de que no he entrado en el despacho, mucho menos he abierto la tapa del escritorio, donde reposan las guías de viaje, los libros de fotografía y en especial ese de arquitectura sobre los rascacielos de Manhattan. Nunca he estado en Nueva York y quizá por eso tengo tantos libros de la Gran Manzana, tan cinematográfica.