El verano olímpico de Berlín y el mayor dirigible del mundo

El mayor dirigible del mundo, un gigante de duraluminio de doscientos cuarenta y cinco metros de longitud, sobrevoló el Estadio Olímpico de Berlín minutos antes de la ceremonia de apertura de los XI Juegos Olímpicos de Verano. Era el 1 de agosto de 1936, España llevaba dos semanas en guerra después de la sublevación militar, y los espectadores que aguardaban a que Adolf Hitler diera por inauguradas las pruebas deportivas poco antes de las cuatro de la tarde vieron cómo la sombra imponente del Hindenburg, bautizado con el nombre del viejo mariscal prusiano que había presidido el país antes de la dictadura nazi, se les echaba encima.

El Hindenburg, con la esvástica en la cola y propulsado por cuatro motores diésel, levitaba sobre el Olympiastadion igual que un balón inflado por el hidrógeno; el Hindenburg, hermano gemelo del Graf Zeppelin II todavía en fase de construcción, recubierto con tela de algodón barnizada con óxido de hierro y polvo de aluminio; el Hindenburg, símbolo del poder, prodigio de la tecnología, enseña del progreso de la nueva Alemania, decidida a aprovechar el escaparate de los Juegos Olímpicos para contarle al mundo que el Tercer Imperio estaba en marcha. Y no se detendría ante nada.

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