Especial para Zenda. CARLOS FIDALGO
Un hombre embrujado por una canción. Una mujer que la interpreta al piano de forma arrebatadora. Y un escenario, la Casa de las Siete Chimeneas, que fue sede del Club Lyceum en los últimos días de la Segunda República y que esconde en sus paredes a su propio fantasma.
Así comienza El baile del fuego, la novela donde retrato el Madrid de los primeros clubs femeninos, de los recitales de Lorca y las Sin Sombrero, antes de que la guerra lo devorara todo, y también el de las noches canallas en los bares de la Gran Vía, cuando la ciudad ya se sacudía la miseria de la posguerra y las estrellas que más deslumbraban de madrugada venían de Hollywood.
El hombre embrujado se llama Vicente Yebra. Es aprendiz de tipógrafo en el diario Ahora, que por entonces tenía como subdirector a Manuel Chaves Nogales, pero está deseando ser fotógrafo. Y por eso se cuela en la Casa de las Siete Chimeneas con una cámara de baquelita que ha comprado en los almacenes de la Sepu en la Gran Vía por 14 pesetas. Quiere fotografiar a Lorca, que va a recitar versos inéditos de Poeta en Nueva York, pero cuando escucha la Danza Ritual del Fuego al piano, un fragmento de El Amor Brujo de Manuel de Falla, ya solo tiene ojos para la pianista. Está perdido…
La mujer que fascina a Vicente Yebra se llama Amalia Quiroga y es una estudiante de piano en el Conservatorio alojada en la Residencia de Señoritas. Y allí están para tutelarla, para velar por su enorme talento, la directora María de Maeztu y Zenobia Camprubí, escritora, traductora, aunque se la conozca sobre todo porque es la esposa de Juan Ramón Jiménez, poeta universal. Pero hay algo hipnótico en Amalia, algo que la acerca al eco que dejan las sirenas en las historias de Álvaro Cunqueiro. Amalia no es una mujer a la que le corten las alas con facilidad. Aunque su padre no deje de intentarlo.
Y así comienza una historia de amor insólita que se desarrolla a lo largo de dieciocho años en una ciudad que ya no volverá a ser la misma después de la guerra.
Amalia es pura ficción, aunque rasgos de mujeres reales, mujeres decididas que toman la iniciativa y sufren las consecuencias en un entorno desfavorable, me hayan servido para crear al personaje central de El baile del fuego, un relato fantástico escondido dentro de una novela histórica y envuelto en una historia de amor. Amalia es el corazón de esta historia, el motor del misterio, el hilo que tira de la intriga hasta su desenlace.
Vicente Yebra, el narrador de esta historia, también es ficción. Pero quienes conozcan la obra de un maestro de la fotografía como fue Vicente Nieto Canedo (Ponferrada 1913-Madrid 2013), un artista discreto que todavía hoy está por descubrir para el gran público, reconocerán algunos retazos de su biografía en la vida del protagonista de El baile del fuego. Los dos Vicentes, el real y el imaginado, dejaron Ponferrada a los 15 años para trabajar como tipógrafos en Madrid. Los dos se alistaron como milicianos en la Columna Mangada que combatió en la Sierra de Madrid y que con el tiempo se convertiría en la 32ª Brigada Mixta del Ejército Republicano, una unidad que participó en la batalla tremenda de Belchite. Y los dos dejaron un cabo suelto cuando acabó la guerra y no quemaron todos sus negativos.
Vicente Yebra no es Vicente Nieto, no del todo. Después de la guerra las fotos de Yebra toman vuelo. Descubre que las imágenes que mejor le paga la agencia Cifra, embrión de la Agencia Efe, no son las de los toreros en el ruedo como creía, sino las de las actrices de Hollywood que los miran desde las gradas. Así es como cambia las plazas de toros por los bares de la Gran Vía. Así es como entra en la vida de Ava Gardner, de Luis Miguel Dominguín, y de Frank Sinatra, explosivo triángulo de lujuria y celos que estalla en las Navidades de 1953, dieciocho años después de que a Vicente le hipnotizara el amor bujo de Amalia, como hipnotiza el fuego.
Pero El baile del fuego es algo más que la historia de amor de Vicente y Amalia. Por sus páginas se mueven Lorca y Dalí, otro amor imposible, y hay hueco para los versos de Poeta en Nueva York y los de Ernestina de Champourcín. O para un iracundo Miguel Hernández, el poeta soldado, y una reportera de guerra como la norteamericana Virginia Cowles, que quiere entrevistar al comandante de la Brigada Mixta Nilamón Toral y se topa con la desconfianza del Madrid más revolucionario.
Suena la Orquesta de Xavier Cugat en el Pasapoga. Se oye la risa de Ava Gardner, y la de Lola Flores, en la coctelería de Perico Chicote. Vuela un pendiente en el tablao de Villa Rosa, después de una actuación de los Terremoto, y Fernando Fernán Gómez se esfuerza por recuperarlo. Le ha pasado el actor pelirrojo un dedo por los hombros desnudos al animal más bello del mundo y también ha caído en su embrujo. Pero Ava está a otra cosa…
Y los escenarios de la novela no están todos en Madrid. Hay un viaje en busca de Amalia a la ciudad de la catedral arrodillada que es Mondoñedo, con escala en Ponferrada; un trayecto que anticipa el accidente ferroviario de Torre del Bierzo, todavía hoy la mayor tragedia en la historia de los ferrocarriles españoles con cien muertos, y que lleva a nuestro protagonista al bosque animado de Esmelle, donde puede ocurrir cualquier cosa cuando cae la noche…
‘La mitad de las mentiras de este libro son ciertas’, dice la frase tomada de un viejo dicho irlandés que encabeza El baile del fuego. Queda en manos de los lectores de la novela desconfiar de todas las mentiras de Vicente Yebra o quemarse con el fuego si descubren que algunas veces se dice la verdad cuando se miente.