El Stuka fue un avión siniestro. Una máquina de matar, diseñada para hacer daño. Un bombardero que se dejaba caer en picado como un ave de presa. Y desde 1939, cuando las estrenó durante el ataque al puente de Dirchau sobre el río Vístula en Polonia, también un ingenio que aterrorizaba a las víctimas de sus bombardeos haciendo sonar sus estruendosas sirenas, popularmente conocidas como las trompetas de Jericó.
El Stuka fue un avión macabro, con sus alas de gaviota invertida y su tren de aterrizaje carenado. Infundía miedo a sus víctimas en tierra y respeto a sus rivales en el aire. Aunque después de su éxito en la campaña polaca se demostraría que era un bombardero vulnerable –en la Batalla de Inglaterra sufrió de lo lindo con los rápidos Spitfire y los Hurricanes de la RAF inglesa-, hasta el verano de 1940 su leyenda estaba intacta. Esa reputación de depredador había comenzado a fraguarse en España, durante la Guerra Civil, cuando los primeros Stuka se integraron en la Legión Cóndor que bombardeó Teruel y después los pueblos del Alto Maestrazgo durante el avance del ejército de Franco hacia el Mediterráneo para partir en dos el territorio de la República.